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¡CRISTO
HA RESUCITADO! ¡ALELUYA! José Luis
Martín Descalzo 1. La
antorcha de Pascua Hace ya
muchos años, tuve la ocasión y la suerte de presenciar en Jerusalén la
celebración de la pascua de los ortodoxos. Como ustedes saben, Durante la
noche anterior, e incluso antes del atardecer, ya está abarrotada la basílica
de creyentes que esperan ansiosos la hora de esa resurrección. Allí oran
unos, duermen otros, esperan todos. Y poco después del alba, el patriarca
ortodoxo de Jerusalén penetra en el pequeño edículo que encierra el sepulcro
de Jesús. Se cierran sus puertas y allí permanece largo rato en oración,
mientras crece la ansiedad y la espera de los fieles. Al fin, hacia las seis
de la mañana, se abre uno de los ventanucos de la capillita del sepulcro y
por él aparece el brazo del patriarca con una antorcha encendida. En esta
antorcha encienden los diáconos las suyas y van distribuyendo el fuego entre
los fieles que, pasándoselo de unos a otros, van encendiendo todas las
antorchas. Sale entonces el patriarca del sepulcro y grita: ¡Cristo ha
resucitado! Y toda la comunidad responde: ¡Aleluya! Y en ese
momento se produce la gran desbandada: los fieles se lanzan hacia las
puertas, hacia las calles de la ciudad con sus antorchas encendidas y las
atraviesan gritando: ¡Cristo ha resucitado, aleluya! Y quienes no pudieron ir
a la ceremonia encienden a su vez sus antorchas y como un río de fuego se
pierden por toda la ciudad. Me
impresionó la ceremonia por su belleza. Pero aún más por su simbolismo. Eso
deberíamos hacer los cristianos todos los días de pascua y todos los días del
año, porque en el corazón del creyente siempre es Pascua: dejar arder las
antorchas de nuestras almas y salir por el mundo gritando el más gozoso de
todos los anuncios: que Cristo ha resucitado y que, como Él, todos nosotros
resucitaremos. 2.
iResucitó! !Aleluya, alegría! ¡Aleluya,
aleluya!, éste es el grito que, desde hace veinte siglos, dicen hoy los
cristianos, un grito que traspasa los siglos y cruza continentes y fronteras.
Alegría, porque Él resucitó. Alegría para los niños que acaban de asomarse a
la vida y para los ancianos que se preguntan a dónde van sus años; alegría
para los que rezan en la paz de las iglesias y para los que cantan en las
discotecas; alegría para los solitarios que consumen su vida en el silencio y
para los que gritan su gozo en la ciudad. Como el sol
se levanta sobre el mar victorioso, así Cristo se alza encima de la muerte.
Como se abren las flores aunque nadie las vea, así revive Cristo dentro de
los que le aman. Y su resurrección es un anuncio de mil resurrecciones: la
del recién nacido que ahora recibe las aguas del bautismo, la de los dos
muchachos que sueñan el amor, la del joven que suda recolectando el trigo, la
de ese matrimonio que comienza estos días la estupenda aventura de querer y
quererse, y la de esa pareja que se ha querido tanto que ya no necesita
palabras ni promesas. Sí, resucitarán todos, incluso los que viven hundidos
en el llanto, los que ya nada esperan porque lo han visto todo, los que viven
envueltos en violencia y odio y los que de la muerte hicieron un oficio
sonriente y normal. No lloréis
a los muertos como los que no creen. Quienes viven en Cristo arderán como un
fuego que no se extingue nunca. Tomad vuestras guitarras y cantad y alegraos.
Acercaos al pan que en el altar anuncia el banquete infinito, a este pan que
es promesa de una vida más larga, a este pan que os anuncia una vida más
honda. El que resucitó volverá a recogeros, nos llevará en sus hombros como
un padre querido como una madre tierna que no deja a los suyos. Recordad,
recordadlo: no os han dejado solos en un mundo sin rumbo. Hay un sol en el
cielo y hay un sol en las almas. Aleluya, aleluya. 3.
Resucitó, resucitaremos Hay en el
mundo de la fe algo que resulta verdaderamente desconcertante: la mayoría de
los cristianos creen sinceramente en Recuerdo
que hace ya bastante tiempo trataba una de mis hermanas de explicar a uno de
mis sobrinillos —que tenía entonces seis años— lo que Jesús nos había querido
en su pasión, y le explicaba que había muerto por salvarnos. Y queriendo que
el pequeño sacara una lección de esta generosidad de Cristo le preguntó: «¿Y
tú qué serías capaz de hacer por Jesús, serías capaz de morir por Él?» Mi
sobrinillo se quedó pensativo y, al cabo de unos segundos, respondió:
«Hombre, si sé que voy a resucitar al tercer día, sí». Recuerdo que, al
oírlo, en casa nos reímos todos, pero yo me di cuenta de que mi sobrino
pensaba de la resurrección y de la muerte de Jesús como solemos pensar todos:
que en el fondo Cristo no murió del todo, que fue como una suspensión de la
vida durante tres días y que, después de ellos, regresó a la vida de siempre. Pero el
concepto de resurrección es, en realidad, mucho más ancho. Lo comprenderán
ustedes si comparan la de Cristo con la de Lázaro. Muchos creen que se trató
de dos resurrecciones gemelas y, de hecho, las llamamos a las dos con la
misma palabra. Pero fíjense en que Lázaro cuando fue resucitado por Cristo
siguió siendo mortal. Vivió en la tierra unos años más y luego volvió a morir
por segunda y definitiva vez. Jesús, en cambio, al resucitar regresó
inmortal, vencida ya para siempre la muerte. Lázaro volvió a la vida con la
misma forma y género de vida que había tenido antes de su primera muerte.
Mientras que Cristo regresó con la vida definitiva, triunfante, completa. ¿Qué se
deduce de todo esto? Que Jesús con su resurrección no trae solamente una
pequeña prolongación de algunos años más en esta vida que ahora tenemos. Lo
que consigue y trae es la victoria total sobre la muerte, la vida plena y
verdadera, la que Él tiene reservada para todos los hijos de Dios. No se
trata sólo de vivir en santidad unos años más. Se trata de un cambio en
calidad, de conseguir en Jesús la plenitud humana lejos ya de toda amenaza de
muerte. ¿Cómo no sentirse felices al saber que Él nos anuncia con su
resurrección que participaremos en una vida tan alta como la suya? 4. ¡No
tengáis miedo! Amigos
míos, no temáis, no lloréis como los que no tienen esperanza. Jesús no dejará
a los suyos en la estacada de la muerte. Su resurrección fue la primera de
todas. Él es el capitán que va delante de nosotros. Y no a la guerra y a la
muerte, sino a la resurrección y la vida. No tengáis miedo. No temáis. No sé si se
habrán fijado ustedes en que ésta es la idea que más se repite en las
lecturas que se hacen en las iglesias en tiempo pascual. Cuando Jesús se
aparece a los suyos, lo primero que hace es tranquilizarles, curarles su
angustia. Y les repite constantemente ese consejo: ¡No tengáis miedo, no
temáis, soy yo! Y es que los apóstoles no terminaban de digerir aquello de
que Jesús hubiera resucitado. Eran como nosotros, tan pesimistas que no
podían ni siquiera concebir que aquella historia terminase bien. Cuando el
Viernes Santo condujeron a Jesús a la cruz, esto sí lo entendían. Y se decían
los unos a los otros: ¡Ya lo había dicho yo! ¡Esto no podía acabar bien!
¡Jesús se estaba comprometiendo demasiado! Y casi se alegraban un poco de
haber acertado en sus profecías catastróficas. Pero lo de la resurrección,
esto no entraba en sus cálculos. Lo lógico, pensaban, es que en este mundo
las cosas terminen mal. Y, por eso, cuando Jesús se les aparecía, en lugar de
estallar de alegría, seguían dominados por el miedo y se ponían a pensar que
se trataba de un fantasma. A los
cristianos de hoy nos pasa lo mismo, o parecido. No hay quien nos convenza de
que Dios es buena persona, de que nos ama, de que nos tiene preparada una
gran felicidad interminable. Nos encanta vivir en las dudas, temer, no estar
seguros. No nos cabe en la cabeza que Dios sea mejor y más fuerte que
nosotros. Y seguimos viviendo en el miedo. Un miedo que sentimos a todas
horas. Miedo a que la fe se vaya avenir abajo un día de éstos; miedo a que
Dios abandone a su Iglesia; miedo al fin del mundo que nos va a pillar cuando
menos lo esperemos. Miedo, miedo. Lo malo del
miedo es que inmoviliza a quien lo tiene. El que está poseído por el miedo
está derrotado antes de que comience la batalla. Los que tienen miedo pierden
la ocasión de vivir. Por eso el primer mensaje que Cristo trae en Pascua es
éste que tanto gusta repetir al Papa Juan Pablo II: «No temáis, salid de las
madrigueras del miedo en las que vivís encerrados, atreveos a vivir, a
crecer, a amar. Si alguien os dice que Dios es el coco no le creáis. El Dios
de 6. La
resurrección de Cristo, esperanza de la humanidad Hay un
texto de Bonhoeffer que siempre me ha impresionado muy especialmente. Dice el
teólogo alemán: «Para los hombres de hoy hay una gran preocupación: saber
morir, morir bien, morir serenamente. Pero saber morir no significa vencer a
la muerte. Saber morir es algo que pertenece al campo de las posibilidades
humanas, mientras que la victoria sobre la muerte tiene un nombre:
resurrección. Sí, no será el arte de hacer el amor, sino la resurrección de
Cristo, lo que dará un nuevo viento que purifíque el mundo actual. Aquí es
donde se halla la respuesta al "dame un punto de apoyo y levantaré el
mundo".» Efectivamente,
los hombres de todos los tiempos andan buscando cuál es el punto de apoyo
para construir sus vidas, para levantar el mundo. Si hoy yo salgo a la calle
y pregunto a la gente: ¿Cuál es el eje de vuestras vidas? ¿En qué se apoyan
vuestras esperanzas? ¿Dónde está la clave de vuestras razones para vivir?
Muchos me contestarán: «Mi vida se apoya en mis deseos de triunfar, quiero
ser esto o aquello, quiero realizarme, quiero poder un día estar orgulloso de
mí mismo». O tal vez otros me dirán: «Yo no creo mucho en el futuro. Creo en
pasármelo lo mejor posible, en disfrutar de mi cuerpo o de mi dinero, o de mi
cultura». O tal vez me dirán: «Ésos son problemas de intelectuales. Yo me
limito a vivir, a soportar la vida, a pasarla lo mejor posible». Pero allá
en el fondo, en el fondo, todos los humanos tienen clavada esa pregunta: ¿Cuál
es la última razón de mi vida? ¿Qué es lo que justifica mi existencia? Todos,
todos, de algún modo se plantean estas cuestiones. También ustedes, que me
van a permitir que hoy se lo pregunte: ¿Cuál es el punto de apoyo en el que
reposan vuestras vidas? Para los
cristianos la respuesta es una sola: «Lo que ha cambiado nuestras vidas es la
seguridad de que son eternas». Y el punto de apoyo de esa seguridad es la
resurrección de Jesús. Si Él venció a la muerte, también a mí me ayudará a
vencerla. ¡Ah!, si creyéramos verdaderamente en esto. ¡Cuántas cosas
cambiarían en el mundo, si todos los cristianos se atrevieran a vivir a
partir de la resurrección, si vivieran sabiéndose resucitados! Tendríamos
entonces un mundo sin amarguras, sin derrotistas, con gente que viviría
iluminada constantemente por la esperanza. Cómo trabajarían sabiendo que su
trabajo colabora a la resurrección del mundo. Cómo amarían sabiendo que amar
es una forma inicial de resucitar. Qué bien nos sentiríamos en el mundo, si
todos supieran que el dolor es vencible y vivieran en consecuencia en la
alegría. Sí, la
resurrección de Cristo y la fe de todos en la resurrección es lo que podría
cambiar y vivificar el mundo contemporáneo. Y es formidable pensar y saber
que cada uno de nosotros, con su esperanza, puede añadirle al mundo un
trocito más de esperanza, un trocito más de resurrección. 7. Testigos
de la resurrección, mensajeros del gozo Muchas
veces he pensado yo que la gran pregunta que Cristo va a hacernos el día del
juicio final es una que nadie se espera. «Cristianos —nos dirá—: «¿Qué habéis
hecho de vuestro gozo?». Porque Jesús nos dejó su paz y su gozo como la mejor
de las herencias: «Os doy mi gozo. Quiero que tengáis en vosotros mi propio
gozo y que vuestro gozo sea completo», dice en el Evangelio de San Juan. «No
temáis. Yo volveré a vosotros y vuestra tristeza se convertirá en gozo», dijo
poco antes de su pasión. Y también: «Si me amáis, tendréis que alegraros».
«Volveré a vosotros y vuestro corazón se regocijará y el gozo que entonces
experimentéis nadie os lo podrá arrebatar». «Pedid y recibiréis y vuestro
gozo será completo». ¿Y qué
hemos hecho nosotros de ese gozo del que Jesús nos hizo depositarios? Es
curioso: la mayor parte de los cristianos ni siquiera se ha enterado de él.
Son muchos los creyentes que parecen más dispuestos a acompañar a Jesús en
sus dolores que en sus alegrías, en su dolor que en su resurrección. Pensad
por ejemplo: durante las semanas de Cuaresma se celebran actos religiosos
especiales, con penitencias, con oraciones. Pero, tras la resurrección, Impresiona
pensar que en el Calvario tuvo Cristo al menos unos cuantos discípulos y
mujeres que le acompañaban. Pero no había nadie cuando resucitó. Da la
impresión de que la vida de Cristo hubiera concluido con la muerte, que no
creyéramos en serio en la resurrección. Muchos cristianos parecen pensar —como
dice Evely— que tras la cuaresma y la semana santa los cristianos ya nos
hemos ganado unas buenas vacaciones espirituales. Y si nos dicen: «Cristo ha
resucitado»; pensamos: qué bien. Ya descansa en los cielos. Lo hemos jubilado
con una pensión por los servicios prestados. Ya no tenemos nada que hacer con
Él. Necesitó que le acompañásemos en sus dolores. ¿Para qué vamos a
acompañarle en sus alegrías? Y, sin
embargo, lo esencial de los cristianos es ser testigos de la resurrección.
¿Lo somos? ¿O la gente nos ve como seres tristes y aburridos? ¿O piensa que
los curas somos espantapájaros pregoneros de la muerte, del pecado y del
infierno únicamente? Tendríamos que recordar que los cristianos somos ante
todo eso: testigos de la resurrección, mensajeros del gozo. Días
grandes de Jesús EDIBESA FUENTE: |
Caminando con Jesus |