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1. Como habéis escuchado en la lectura,
este encuentro ha tomado como punto de partida el "Gran Hallel", el salmo 136, que es una solemne letanía
para solista y coro: es un himno al hesed de Dios,
es decir, a su amor fiel, que se revela en los acontecimientos de la historia
de la salvación, particularmente en la liberación de la esclavitud de Egipto
y en el don de la tierra prometida. El Credo del Israel de Dios (cf. Dt 26,
5-9; Jos 24, 1-13) proclama las intervenciones
divinas dentro de la historia humana: el Señor no es un emperador impasible,
rodeado de una aureola de luz y relegado en los cielos dorados. Él observa la
miseria de su pueblo en Egipto, escucha su grito y baja para liberarlo (cf.
Ex 3, 7-8). 2. Pues bien, ahora trataremos de
ilustrar esta presencia de Dios en la historia, a la luz de la revelación
trinitaria, que, aunque se realizó plenamente en el Nuevo Testamento, ya se
halla anticipada y bosquejada en el Antiguo. Así pues, comenzaremos con el
Padre, cuyas características ya se pueden entrever en la acción de Dios que
interviene en la historia como padre tierno y solícito con respecto a los
justos que acuden a él. Él es "padre de los huérfanos y defensor de las
viudas" (Sal 68, 6); también es padre en relación con el pueblo rebelde
y pecador. Dos páginas proféticas de extraordinaria
belleza e intensidad presentan un delicado soliloquio de Dios con respecto a
sus "hijos descarriados" (Dt 32, 5). Dios manifiesta en él su
presencia constante y amorosa en el entramado de la historia humana. En Jeremías
el Señor exclama: "Yo soy para Israel un padre (...) ¿No es mi hijo
predilecto, mi niño mimado? Pues cuantas veces trato de amenazarlo, me
acuerdo de él; por eso se conmueven mis entrañas por él, y siento por él una
profunda ternura" (Jr 31, 9. 20). La otra
estupenda confesión de Dios se halla en Oseas:
"Cuando Israel era niño, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo. (...)
Yo le enseñé a caminar, tomándolo por los brazos, pero no reconoció mis
desvelos por curarlo. Los atraía con vínculos de bondad, con lazos de amor, y
era para ellos como quien alza a un niño contra su mejilla, me inclinaba
hacia él y le daba de comer. (...) Mi corazón está en mí trastornado, y se
han conmovido mis entrañas" (Os 11, 1. 3-4. 8). 3. De estos pasajes de 4. Para descubrir debajo del flujo de los
acontecimientos esta presencia secreta y eficaz, para intuir el reino de
Dios, que ya se encuentra entre nosotros (cf. Lc 17, 21), es necesario ir más
allá de la superficie de las fechas y los eventos históricos. Aquí entra en
acción el Espíritu Santo. Aunque el Antiguo Testamento no presenta aún una
revelación explícita de su persona, se le pueden "atribuir" ciertas
iniciativas salvíficas. Es él quien mueve a los jueces de Israel
(cf. Jc 3, 10), a David (cf. 1 S 16, 13), al rey
Mesías (cf. Is 11, 1-2; 42, 1), pero sobre todo es él quien se derrama sobre
los profetas, los cuales tienen la misión de revelar la gloria divina velada
en la historia, el designio del Señor encerrado en nuestras vicisitudes. El
profeta Isaías presenta una página de gran eficacia, que recogerá Cristo en
su discurso programático en la sinagoga de Nazaret: "El Espíritu del
Señor Yahveh está sobre mí, pues Yahveh me ha ungido, me ha enviado a predicar la buena
nueva a los pobres, a sanar los corazones quebrantados, a anunciar a los
cautivos la liberación, y a los reclusos la libertad, y a promulgar el año de
gracia de Yahveh" (Is 61, 1-2; cf. Lc 4, 18-19). 5. El Espíritu de Dios no sólo revela el
sentido de la historia, sino que también da fuerza para colaborar en el
proyecto divino que se realiza en ella. A la luz del Padre, del Hijo y del
Espíritu, la historia deja de ser una sucesión de acontecimientos que se
disuelven en el abismo de la muerte; se transforma en un terreno fecundado
por la semilla de la eternidad, un camino que lleva a la meta sublime en la
que "Dios será todo en todos" (1 Co 15, 28). El jubileo, que evoca
"el año de gracia" anunciado por Isaías e inaugurado por Cristo,
quiere ser la epifanía de esta semilla y de esta gloria, para que todos
esperen, sostenidos por la presencia y la ayuda de Dios, en un mundo nuevo,
más auténticamente cristiano y humano. Así pues, cada uno de nosotros, al
balbucear algo del misterio de Miércoles 9 de febrero de 2000 Papa Juan Pablo II |