ADVIENTO «No queda defraudado quien en ti espera» (Sal 24,3). Caminando con Jesús Pedro Sergio Antonio Donoso Brant |
ADVIENTO: HISTORIA, TEOLOGÍA Y ESPIRITUALIDAD HISTORIA DE LA CELEBRACION DE ADVIENTO ORACIÓN CON LA CORONA DE ADVIENTO EL ADVIENTO EN LA FIESTA DOMINICAL ESTÉN PREVENIDOS
Y OREN INCESANTEMENTE CICLO A DOMINGO I
DE ADVIENTO El monte santo Is 2,1-5 En el pórtico del
Adviento nos encontramos con el texto de Isaías. Es la primera lectura que Frente a todo
planteamiento individualista, esta visión debe dilatar nuestra mirada. Frente
a toda desesperanza porque no vemos aún que de hecho esto sea así, Dios
quiere infundir en nosotros la certeza de que será realidad porque Él lo promete.
Más aún, a ello se compromete. Por eso la segunda lectura y el evangelio nos
sacuden para que reaccionemos: «Daos cuenta del momento en que vivís». En
esta etapa de la historia de la salvación estamos llamados a experimentar las
maravillas de Dios, la conversión de multitudes al Dios vivo. Más aún, se nos
llama a ser colaboradores activos y protagonistas de esta historia. Pero ello
requiere antes nuestra propia conversión: «Es hora de espabilarse... dejemos
las actividades de las tinieblas y pertrechémonos con las armas de la luz,
caminemos a la luz del Señor». El
deseado de los pueblos Is
11,1-10 Isaías es el
profeta del Adviento. Él nos conduce de la mano hacia el Mesías que
esperamos. Hoy nos lo presenta como Ungido por el Espíritu. «Sobre Él
reposará el Espíritu del Señor». El mismo nombre de Mesías o Cristo significa
precisamente ungido, aquel
que está totalmente impregnado del Espíritu de Dios y lo derrama en los demás.
El Cristo que esperamos en este Adviento viene a inundarnos con su Espíritu,
a bautizar «con Espíritu Santo y fuego» (evangelio). Ser cristiano es estar
empapado del Espíritu de Cristo. No se puede ser verdaderamente cristiano sin
estar lleno del Espíritu Santo. Este Cristo a quien
esperamos se nos presenta también como «estandarte de los pueblos», como
aquel «a quien busca el mundo entero». Cristo es «el Deseado de todos los
pueblos». Aún sin saberlo, todos le buscan, todos le necesitan, pues todos hemos
sido creados para Él y solo en Él se encuentra la salvación (He 4,12). Esta
es la esperanza del Adviento: que todo hombre encuentre a Cristo. Clamamos
«Ven, Señor Jesús» para que Él se manifieste a todo hombre. Nuestra misión es
levantar bien alto este estandarte, esta en-seña:
presentar a Cristo a los hombres con nuestras palabras y con nuestras obras. El profeta nos
dibuja también como objeto de nuestra esperanza un auténtico paraíso, donde
reine la paz y la armonía entre todos los vivientes. Los frutos de la venida
de Cristo –si realmente le recibimos– superan enormemente nuestras
expectativas en todos los órdenes. Pero el profeta nos recuerda que esta paz
tan deseada será sólo una consecuencia de otro hecho: que la tierra esté
llena del conocimiento y del amor del Señor «como las aguas colman el mar». El
desierto florecerá IS 35, 1-6A. 10 «El desierto
florecerá». He aquí la intensidad de la esperanza que Estos son los
signos que Dios quiere darnos y que debemos esperar: que se abran a la fe los
ojos de los que por no tenerla son ciegos, que se abran a escuchar la palabra
de Dios los oídos endurecidos, que corra por la senda de la salvación el que
estaba paralizado por sus pecados, que prorrumpa en cantos de alabanza a Dios
la lengua que blasfemaba... Si esperamos estos signos, ciertamente se producirán,
y todo el mundo los verá, y a través de ellos se manifestará la gloria del
Señor, y los hombres creerán en Cristo, y no tendrán que preguntar más: «¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a
otro?» (evangelio). El que tiene esta esperanza
se siente fuerte y sus rodillas dejan de temblar. Pero el secreto para
tenerla es mirar al Señor. La palabra de Dios quiere clavar nuestra mirada en
el Señor que viene y dejarla fija en su potencia salvadora: «¡Animo! No temáis. Mirad a vuestro Dios que viene... Él
vendrá y os salvará». Dejar la mirada fija en las dificultades arruina la
esperanza; fijarla en el Señor y desde Él ver las dificultades acrecienta la
esperanza. La
señal de Dios. Con ella cambió la historia IS 7,10-14 «El Señor por su
cuenta os dará una señal». En la inminencia ya de « Para darlo al
mundo, primero lo ha recibido. La vida de Nuestra vida está
llamada a ser tan sencilla y a la vez tan grande como la de María. No hemos
de discurrir grandes planes complicados. Basta que recibamos del todo a
Cristo y nos entreguemos plenamente a Él. Entonces podremos dar a luz a
Cristo para los demás y el mundo tendrá salvación. CICLO B Mc 13,33-37 El
primer domingo está tomado del final del discurso escatológico. En
consonancia con la orientación que tiene este domingo en los demás ciclos, el
texto centra nuestra atención en la segunda venida de Cristo. La perícopa de
Marcos subraya la incertidumbre del cuándo –«no sabéis cuándo es el
momento»–, explicitada por la parábola del hombre que se ausenta. La
consecuencia es la insistencia en la vigilancia –dos veces el imperativo
«vigilad» «velad», al principio y al final del texto–, pues el Señor puede
venir inesperadamente y encontrarnos dormidos. Finalmente, se subraya el
carácter universal de esta llamada a la vigilancia: «lo digo a todos». De mil maneras Llama
la atención en estos breves versículos el número de veces que se repite la
palabra «velar», «vigilar». Esta vigilancia es base en que el Dueño de la casa
va a venir y no sabemos cuándo. Cristo
viene a nosotros continuamente, de mil maneras, «en cada hombre y en cada
acontecimiento» (Prefacio III de Adviento). El evangelio del domingo pasado
nos subrayaba esta venida de Cristo en cada hombre necesitado; Cristo mismo
suplica que le demos de beber, le visitemos... Estar vigilante significa
tener la fe despierta para saber reconocer a este Cristo que mendiga nuestra
ayuda y tener la caridad solícita y disponible para salir a su encuentro y
atenderle en la persona de los pobres. Además,
Cristo viene en cada acontecimiento. Todo lo que nos sucede, agradable o
desagradable, es una venida de Cristo, pues «en todas las cosas interviene
Dios para bien de los que le aman» (Rom 8,28). Un rato agradable y un regalo
recibido, pero también una enfermedad y un desprecio, son venida de Cristo.
En todo lo que nos sucede Cristo nos visita. ¿Sabemos reconocerle con fe y
recibirle con amor? Pero la
insistencia de Cristo en la vigilancia se refiere sobre todo a su última
venida al final de los tiempos. Según el texto evangélico, lo contrario de
vigilar es «estar dormido». El que espera a Cristo y está pendiente de su
venida, ese está despierto, está en la realidad. En cambio, el que está de
espaldas a esa última venida o vive olvidado de ella, ese está dormido, fuera
de la realidad. Nadie más realista que el verdadero creyente. ¿Vivo esperando
a Jesucristo? ¡Ojalá bajases! Is 63,
16-17; 64,1.3-8 Isaías
es el profeta del Adviento. En todo este tiempo santo somos conducidos de su mano.
Él es el profeta de la esperanza. «¡Ojalá rasgases el
cielo y bajases!» No se trata de un deseo utópico nuestro. El Señor quiere
bajar. Ha bajado ya y quiere seguir bajando. Quiere entrar en nuestra vida.
Él mismo pone en nuestros labios esta súplica. La única condición es que este
deseo nuestro sea real e intenso, un deseo tan ardoroso que apague los demás
deseos. Que el anhelo de la venida del Señor vuelva crepusculares todos los
demás pensamientos. «Señor,
tú eres nuestro Padre, nosotros la arcilla y tú el alfarero». Al inicio del
Adviento, que es también el inicio de un nuevo año litúrgico, no se nos podía
dar una palabra más vigorosa ni esperanzadora. El Señor puede y quiere
rehacernos por completo. A cada uno y a la Iglesia entera. Como un alfarero
rehace un cacharro estropeado y lo convierte en uno totalmente nuevo, así el
Señor con nosotros (Jer 12,1-6). Pero hacen falta dos condiciones por nuestra
parte: que creamos sin límite en el poder de Dios y que nos dejemos hacer con
absoluta docilidad como barro en manos del alfarero. «Jamás
oído oyó ni ojo vio un Dios, fuera de ti, que hiciera tanto por el que espera
en él». El mayor pecado es no confiar y no esperar bastante del amor de Dios.
Y el mayor reproche que Dios nos puede hacer es el mismo que a Moisés por
dudar del poder y del amor de Dios: «¿Tan mezquina
es la mano de Yahvé?» (Núm 11,23). Ante el nuevo año litúrgico el mayor
pecado es no esperar nada o muy poco de un Dios infinitamente poderoso y
amoroso que nos promete realizar maravillas. «Si tuvierais fe como un granito
de mostaza...» Mc
1,1-8 El
segundo domingo –también en consonancia con los otros ciclos– se centra en la
figura de Juan el Bautista (Mc 1,1-8). Marcos subraya fuertemente su carácter
de mensajero y precursor: es como una estrella fugaz que desaparece
rápidamente, pues está en función de otro –como subraya el inicio de la
perícopa: «Evangelio de Jesucristo»–. Su estilo recuerda al gran profeta
Elías, que según la tradición judía debía preceder inmediatamente al Mesías
(cfr. Mc 9,11-13). En el contexto del adviento, este texto orienta
enérgicamente hacia Cristo, hacia el Mesías que viene como el «más fuerte» y
como el que «bautiza con Espíritu Santo». La respuesta multitudinaria con que
es acogida la llamada de Juan a la conversión es signo de cómo también
nosotros hemos de ponernos decididamente en camino para acoger a Cristo con
humildad y sin condiciones. Conversión y austeridad Juan
Bautista nos es presentado como modelo de nuestro Adviento. Hoy sigue haciendo
lo que hizo para preparar la primera venida de Cristo. Ante todo, nos pide
conversión. No podemos recibir a Cristo si no estamos dispuestos a que su
venida cambie muchas cosas en nuestra vida. Es la única manera de recibir a
Cristo. Si esta Navidad pasa por mí sin pena ni gloria, si no se nota una
transformación en mi vida, es que habré rechazado a Cristo. Pero para ponerme
en disposición de cambiar he de darme cuenta de que necesito a Cristo. En
este nuevo Adviento, ¿siento necesidad de Cristo? Juan
Bautista se nos presenta como modelo de nuestro Adviento por su austeridad
–vestido con piel de camello, alimentado de saltamontes...– Pues bien, para
recibir a Cristo es necesaria una buena dosis de austeridad (Rom 13, 13-14).
Mientras uno esté ahogado por el consumismo no puede experimentar la dicha de
acoger a Cristo y su salvación. Es imposible ser cristiano sin ser austero.
La abundancia y el lujo asfixian y matan toda vida cristiana. Cristo
viene para bautizar con Espíritu Santo. Esto quiere decir que el esperar a
Cristo nos lleva a esperar al Espíritu Santo que él viene a comunicarnos,
pues «da el Espíritu sin medida» (Jn 3,34). Con el Adviento hemos inaugurado
un camino que sólo culmina en Pentecostés. ¿Tengo ya desde ahora hambre y sed
del Espíritu Santo? Aquí está vuestro Dios Is 40,
1-5. 9-11 «Consolad,
consolad a mi pueblo...» La Iglesia nos anuncia la venida de Cristo. Y Él
viene para traer el consuelo, la paz, el gozo. Ese consuelo íntimo y profundo
que sólo Él puede dar y que nada ni nadie puede quitar. El consuelo en medio
del dolor y del sufrimiento. Porque Jesús, el Hijo de Dios, no ha venido a
quitarnos la cruz, sino a llevarla con nosotros, a sostenernos en el camino
del Calvario, a infundirnos la alegría en medio del sufrimiento. ¡Y todo el
mundo tiene tanta necesidad de este consuelo! Este mundo que Dios tanto ama y
que sufre sin sentido. «En el
desierto preparadle un camino al Señor». Es preciso en este Adviento
reconocer nuestro desierto, nuestra sequía, nuestra pobreza radical. Y ahí preparar
camino al Señor. No disimular nuestra miseria. No consolarnos haciéndonos
creer a nosotros mismos que no vamos mal del todo. Es preciso entrar en este
nuevo año litúrgico sintiendo necesidad de Dios, con hambre y sed de
justicia. Sólo el que así desea al Salvador verá la gloria de Dios, la
salvación del Señor. Por eso dijo Jesús: «Los publicanos y las prostitutas os
llevan la delantera en el camino del Reino de Dios» (Mt 21,31). «...Alza
con fuerza la voz, álzala, no temas, di a las ciudades de Judá: aquí está
vuestro Dios». La mejor señal de que recibimos al Salvador, es el deseo de
gritar a todos que «¡hemos encontrado al Mesías!»
(Jn 1,41). Si de veras acogemos a Cristo y experimentamos la salvación que Él
trae, no podemos permanecer callados. Nos convertimos en heraldos, en
mensajeros, en profetas, en apóstoles. Y no por una obligación exterior, sino
por necesidad interior: «No podemos dejar de hablar lo que hemos visto y
oído» (He 4,20). La Buena Noticia Is
61,1-2.10-11 «Como
el suelo echa sus brotes... así el Señor hará brotar la justicia y los himnos
ante todos los pueblos». La palabra de Dios escuchada como es y como se nos da, saca del individualismo y de las
expectativas reducidas. La acción de Dios se asemeja a una tierra fértil que
hace germinar con vigor plantas de todo tipo. Así Dios suscita la santidad
–«justicia»– y, en consecuencia, provoca la alabanza gozosa y exultante –«los
himnos»–. Y eso no para unos pocos, sino para «todos los pueblos». Éstos son
los horizontes en que nos introduce la esperanza del Adviento. Pues la acción
de Dios es fecunda e inagotable, genera vida. «Me ha
enviado para dar la buena noticia a los que sufren». Si prestamos atención a
los textos, ellos nos dirán quiénes somos o cómo estamos y a la vez qué
estamos llamados a ser. Nos encontramos desgarrados, cautivos, prisioneros...
Nos encontramos llenos de sufrimientos porque todavía no conocemos ni vivimos
lo suficiente la buena noticia, el Evangelio... Pero es a los que así se
encuentran a los que se les proclama la amnistía y la liberación de la
esclavitud; se les anuncia la buena nueva y se les invita a dejarse vendar
los corazones desgarrados... ¿Lo creo de veras? ¿Lo espero? «El
Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido». Para todo
esto viene Cristo, el Mesías, el Ungido. Nosotros también hemos sido ungidos.
Somos cristianos. Hemos recibido el mismo Espíritu de Cristo. Y también somos
enviados a dar la buena noticia a los que sufren, a vendar los corazones
desgarrados... además de acoger la acción de Cristo en nosotros, a favor
nuestro –o mejor, en la medida en que la acojamos–, prolongamos a Cristo y su
acción en el mundo y a favor del mundo, dejándole que tome nuestra mente,
nuestro corazón, nuestros labios, nuestras manos..., y los use a su gusto. Testigo de la Luz Jn
1,6-8.19-2 Juan
Bautista es testigo de la luz. Nos ayuda a prepararnos a recibir a Cristo que
viene como «luz del mundo» (Jn 9,5). Para acoger a Cristo hace falta mucha
humildad, porque su luz va a hacernos descubrir que en nuestra vida hay
muchas tinieblas; más aún, Él viene como luz para expulsar nuestras
tinieblas. Si nos sentimos indigentes y necesitados, Cristo nos sana. Pero el
que se cree ya bastante bueno y se encierra en su autosuficiencia y en su
pretendida bondad, no puede acoger a Cristo: «Para un juicio he venido a este
mundo: para que los que no ven, vean; y los que ven se vuelvan ciegos» (Jn
9,39). Juan
Bautista es testigo de la luz. Y bien sabemos lo que le costó a él ser
testigo de la luz y de la verdad. Pues bien, no podemos recibir a Cristo si
no estamos dispuestos a jugarnos todo por Él. Poner condiciones y cláusulas
es en realidad rechazar a Cristo, pues las condiciones las pone sólo Él. Si
queremos recibir a Cristo que viene como luz, hemos de estar dispuestos a
convertirnos en testigos de la luz, hasta llegar al derramamiento de nuestra
propia sangre, si es preciso, lo mismo que Juan. «Por todo aquel que se
declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre
que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo
también ante mi Padre que está en los cielos» (Mt10, 32-33). Juan
Bautista es testigo de la luz. Pero confiesa abiertamente que él no es la
luz, que no es el Mesías. Él es pura referencia a Cristo; no se queda en sí
mismo ni permite que los demás se queden en él. ¡Qué falta nos hace esta
humildad de Juan, este desaparecer delante de Cristo, para que sólo Cristo se
manifieste! Ojalá podamos decir con toda verdad, como Juan: «Es preciso que
Él crezca y que yo disminuya» (Jn 3,30). Todo sucede en María 2Sam
7,1-5.8-11.16; Lc1,26-38 «¿Eres tú quien me va
a construir una casa...?» Por medio del profeta Natán, Dios rechaza el deseo
de David de construirle una casa... Dios mismo se va a construir su propia
casa: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá
con su sombra». Jesús será la verdadera Casa de Dios, el Templo de Dios (Jn
2,21), la Tienda del Encuentro de Dios con los hombres. En la carne del Verbo
los hombres podrán contemplar definitivamente la gloria de Dios (Jn 1,14) que
los salva y diviniza. «Te
daré una dinastía». A este David que quería construir una casa a Dios, Dios
le anuncia que será Él más bien quien dé a David una casa, una dinastía. A
este David que aspiraba a que un hijo suyo le sucediera en el trono, Dios le
promete que de su descendencia nacerá el Mesías: a Jesús «Dios le dará el
trono de David su padre, reinará... para siempre, y su reino no tendrá fin». La
iniciativa de Dios triunfa siempre. Dios desbarata los planes de los hombres.
Y colma unas veces, desbarata otras y desborda
siempre las expectativas de los hombres. ¿Qué maravillas no podremos esperar
ante la inaudita noticia de la encarnación del Hijo de Dios? «Hágase
en mí según tu palabra». Todo sucede en María. En ella se realiza la
encarnación. Por ella nos viene Cristo. Y esto es y será siempre así: por la
acción del Espíritu Santo a través de la receptividad y absoluta docilidad de
María Virgen. ¿Se
trata de que Cristo nazca, viva y crezca en mí? Por obra del Espíritu en el
seno de María. ¿Se trata de que Cristo nazca en quien no le posee o no le
conoce? ¿Se trata de que Cristo sea de nuevo engendrado y dado a luz en este
mundo tan necesitado por Él? Por gracia del Espíritu Santo a través de María
Virgen. Es el camino que Él mismo ha querido y no hay otro. Enteramente disponibles Lc
1,26-38 A las puertas
mismas de la Navidad y después de habérsenos presentado Juan Bautista, se nos
propone a María como modelo para recibir a Cristo. Sobre todo, por su
disponibilidad. Ante el anuncio del ángel, María manifiesta la disponibilidad
de la esclava, de quien se ofrece a Dios totalmente, sin poner condiciones,
sometiéndose perfectamente a sus planes. Si nosotros queremos recibir de
veras a Cristo, no podemos tener otra actitud distinta de la suya. Cristo
viene como «el Señor» y hemos de recibirle en completa sumisión, aceptando
incondicionalmente su señorío sobre nosotros mismos, sino que «somos del
Señor» (Rom 14,8). Además,
María acoge a Cristo por la fe. Frente a lo sorprendente de lo que se le
anuncia, ella no duda; se fía de la palabra que se le dirige de parte de
Dios: «para Dios nada hay imposible». Cree sin vacilar y en esto consiste su
felicidad: «Dichosa tú que has creído, porque lo que se te ha dicho de parte
del Señor se cumplirá» (Lc 1,45). Para recibir a Cristo hace falta una fe
viva que nos haga creer que es capaz de sacarnos de nuestras debilidades y
que puede y quiere transformar un mundo corrompido, ya que «ha venido a
buscar y a salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10). No hay motivo para la
duda, pues lo que está en juego es «el poder del Altísimo». Finalmente,
lo primero que experimenta María es la alegría: «¡Alégrate!».
Es la alegría de recibir al Salvador. También nosotros, si recibimos a
Cristo, estamos llamados a experimentar esta alegría: una alegría que no
tiene nada que ver con la que ofrece el consumismo de estos días, pues es
incomparablemente más profunda, más duradera y más intensa. CICLO C «Se acerca vuestra
liberación» Lc 21,25-28.34-36 «Se salvará Judá».
Es notable que la mayor parte de los textos bíblicos de la liturgia de
Adviento nos hablan de la salvación del pueblo entero.
«Cumpliré mi promesa que hice a la casa de Israel». Hemos de ensanchar
nuestro corazón y dejar que se dilate nuestra esperanza al empezar el
Adviento. Debemos evitar reducir o empequeñecer la acción de Dios: nuestra
mirada debe abarcar a la Iglesia entera, que se extiende por todo el mundo.
No podemos conformarnos con menos de lo que Dios quiere darnos. «Santos e
irreprensibles». Lo mismo hemos de tener presente en cuanto a la intensidad
de la esperanza. Si Cristo viene no es sólo para mejorarnos un poco, sino
para hacernos partícipes de la santidad misma de Dios. Y esta obra suya de
salvación quiere ser tan poderosa que se manifestará ante todo el mundo que
él es nuestra santidad, que no somos santos por nuestras fuerzas, sino por la
gracia suya, hasta el punto de que a la Iglesia se le pueda dar el nombre de
«Señor-nuestra-justicia». «Se acerca vuestra
liberación». Toda venida de Cristo es siempre liberadora, redentora. Viene
para arrancamos de la esclavitud de nuestros pecados. Por eso, nuestra
esperanza se convierte en deseo apremiante, en anhelo incontenible,
exactamente igual que el prisionero que contempla cercano el día de su
liberación. La auténtica esperanza nos pone en marcha y desata todas nuestras
energías. Acontece Dios Lc 3,1-6 «Vino la palabra de
Dios sobre Juan». Lucas, con su mentalidad de historiador, tiene mucho
interés en precisar los datos históricos de la predicación del Bautista. La
palabra de Dios acontece. No se nos habla de algo irreal, abstracto o ajeno a
nuestra historia. Dios interviene en momentos concretos y en lugares
determinados de la historia de los hombres. También de la tuya. Quizá ahora
mismo, en este preciso instante... «Un bautismo de
conversión». La misión de Juan ha estado marcada por esta llamada incesante a
la conversión. También la Iglesia ha recibido este encargo. Y esta invitación
no siempre nos resulta grata; nos escuece, nos molesta... Y sin embargo, la
llamada a la conversión es llamada a la vida: sólo mediante la conversión
será realidad que «todos verán la salvación de Dios». Convertirnos es en
realidad despojarnos del vestido de luto y aflicción y vestirnos las galas
perpetuas de la gloria que Dios nos da (1ª lectura: Bar 5,1). «Elévense los
valles, desciendan los montes y colinas». La esperanza del adviento quiere
levantarnos de los valles de nuestros desánimos y cobardías, y abajarnos de
los montes de nuestros orgullos y autosuficiencias. Quiere ponernos en la
verdad de Dios y en la verdad de nosotros mismos. Quiere conducirnos a no
esperar nada de nosotros mismos, y al mismo tiempo a esperarlo todo de Dios,
a esperar cosas grandes y maravillosas porque Dios es grande y maravilloso. ¡Alégrate! Sof 3, 14 La liturgia de este
domingo quiere infundirnos una alegría desbordante: «Regocíjate... Grita de
júbilo... Alégrate y gózate de todo corazón...» ¿La razón? La Iglesia
presiente la inminencia de Cristo –«el Señor será el rey de Israel en medio
de ti»– y no puede contener su gozo; la esperanza,,
el deseo de Cristo, se transforma en júbilo porque ya viene, está a la
puerta. He ahí la gran certeza de la esperanza cristiana. Y con la presencia
de Cristo, la salvación que trae: «El Señor ha cancelado tu condena, ha
expulsado a tus enemigos». No sólo es la alegría por la presencia del Amado,
sino también el entusiasmo por la victoria: «El Señor tu Dios, en medio de
ti, es un guerrero que salva». Los males que nos rodean tienen, por fin,
remedio, porque llega Cristo, Salvador del mundo. Se nos regala un
nuevo Adviento para que aprendamos a vivir esta realidad: «¡Gritad
jubilosos...! ¡Qué grande es en medio de ti el santo de Israel!» Y eso que la
salvación que experimentamos ya es sólo el comienzo, pues es Jesús viene a
bautizarnos con Espíritu Santo y fuego. Este es su don, el don mesiánico por
excelencia. Jesús anhela sumergirnos en su Espíritu. El Adviento nos abre no
sólo a Navidad, sino también a Pentecostés. Heme aquí Lc 1,39-45 Cerca ya de la
Navidad, la liturgia de este domingo nos invita a clavar nuestros ojos en el
misterio de la encarnación: Cristo entrando en el mundo. Y en este
acontecimiento central de la historia, la obediencia. Desde el primer
instante de su existencia humana, Cristo ha vivido en absoluta docilidad al
plan del Padre: «Aquí estoy para hacer tu voluntad». Y así hasta el último
momento, cuando en Getsemaní exclame: «No se haga lo que yo quiero, sino lo
que quieres tú». Y gracias a esta voluntad todos quedamos santificados, pues
«así como por la desobediencia de un solo hombre todos fueron constituidos
pecadores, así también por la obediencia de uno solo, todos serán
constituidos justos» (Rom 5,19). Y, además de la
obediencia, Cristo vive desde el primer instante de su existencia humana en actitud
de ofrenda: «No quieres sacrificios... Pero me has preparado un cuerpo...
Aquí estoy». La entrega de Cristo en la cruz no es cosa de un momento. Es que
ha vivido así toda su vida humana, en oblación continua, como ofrenda
permanente. Su ser de Hijo ha de expresarse necesariamente en esta manera de
vivir dándonos al Padre. Y en el misterio de
la encarnación está María. Más aún, la misma encarnación es posible gracias a
la fe de María que se fía de Dios y acepta totalmente su plan. Por eso se le
felicita: «¡Dichosa tú que has creído, porque lo que
te ha dicho el Señor se cumplirá!» Este acto de fe tan sencillo y
aparentemente insignificante ha sido la puerta por la que ha entrado toda la
gracia en el mundo. FUENTE
DE INFORMACION: www.caminando-con-jesus.org
Biblioteca de Documentos www.vatican.va Sagrada Congregación para el Culto Divino
y la Disciplina de los Sacramentos Pedro Sergio
Antonio Donoso Brant |